A desprecio de algunos
contemporáneos en el siglo veintiuno: creo en la
trascendencia de la obra artística. Creo
en el arte como redención. Por supuesto que descreo de la obra liquida.
El arte por el arte no me motiva. La creación artística suma algo más que
habilidades y técnicas. “El poeta es un pequeño Dios”, profirió Vicente
Huidobro, en su Arte poética. La creación del artista es la laguna
diáfana donde se refleja el hombre creador. Para la elaboración del arte, el
creador transforma la realidad, no la copia, le da vida; espiritualiza el
objeto artístico. Todo arte implica el toque humano; la obra de arte,
proyección del artista, así, se objetiviza. Hay que pretender dar el ser: ex nihilo sui et subiecti. Lo anterior, Huidobro lo
intuyó muy bien. Siguiendo esta línea de
pensamiento, no se puede dejar a la elaboración artística en mero cosmético.
Creo en el arte, decía, como salvación. Establece Byung
Chul Han: “En presencia de lo bello, el alma se ve impelida a engendrar por sí
misma algo bello. Al contemplar lo bello, el Eros despierta en el alma una fuerza engendradora. Por eso se llama
«engendrar en lo bello» (tokos en kalo).
Por medio de lo bello, el Eros tiene
acceso a lo inmortal (Cfr. La salvación de lo bello). En la obra
artística el creador patenta su individualidad. Con el ser del arte revelamos
nuestra irrepetibilidad; nos desprendemos de la masa para ser un yo que se
relaciona con un tú: existir es coexistir, pero como personas, no como seres
sin rostro. El arte es expresión, y la expresión: individualiza. En el arte hay
técnica, ¿cómo negarlo?, pero hay también imaginación. Dice R. G. Collinwood:
“el arte es la expresión imaginativa de la emoción”. En la intimidad del artista, con su creación, se va pariendo
“algo”, no sé qué, pero “algo”, que deja de ser abstracción para plasmarse
objetivamente; el creador es el primer contemplador de ese “algo”, que bien
podríamos llamar: trascendencia; y más que un rapto, como lo quería Kant, lo
pienso como una invitación a la consagración del instante, como lo entrevió
Paz; en esa invitación al viaje de consagrar, el artista vislumbra un destello
de eternidad. Bien lo poetizó Blake:
“Para ver el mundo en un grano de arena,
y el cielo en una flor silvestre,
abarca el infinito en la palma de tu mano y la
eternidad en una hora.
Aquél que se liga a una alegría hace esfumar el
fluir de la vida;
aquél quien besa la joya cuando ésta cruza su
camino, vive en el amanecer
[de la eternidad”.