La soledad del traidor le impidió a Jean Genet ser un apóstol. Hay sin embargo pocos escritores del siglo XX, y quiero decir auténticos escritores, no voceros en prosa y verso, tan militantes en defensa del lumpen de los marginados, cambiante para el autor francés desde la adolescencia hasta la muerte, con 75 años, en 1986. Conviene, por otro lado, limpiar de fanfarronadas el alma traicionera, de puto, de ladrón, de falsificador, que Genet mostró sin recato en sus libros. El hijo ilegítimo nacido de una prostituta y adoptado por una familia de menestrales, el soldado de fortuna, el desertor, el interno constante en reformatorios y cárceles, no fue un amargado -ni un arrepentido- de sus culpas sociales; las encara como percances de un destino que a otros les condujo al asesinato o al patíbulo y a él, por sucesivos milagros, le puso en el panteón de una gloria literaria incomparable entre los novelistas y dramaturgos franceses de los últimos cincuenta años. De su producción inicial, que empezó a salir a la luz estando aún encarcelado, se publican ahora en buenas traducciones Milagro de la rosa y Diario del ladrón, junto a Nuestra señora de las flores, Querelle de Brest' y Pompas fúnebres, el núcleo capital de su obra narrativa. Los dos títulos tienen algo de complementario, como en buena medida lo tienen la mayoría de los escritos en prosa novelesca y ensayística de Genet; hay que ir a su teatro, parte fundamental (y, en mi opinión, la mejor) de su obra, para descubrir al artista de hondura y alcance, al revelador de las convulsiones del orden imperante, al creador de ricos mundos ajenos a la colonia penal.
Y ningún otro escritor de su rango ha elaborado la obsesión sexual con tanta incandescencia y tan cruda inocencia. A veces, el pormenor de sus fijaciones con los hombres a los que desea puede producir en el lector, sobre todo si no comparte esos gustos amatorios, la hartura que producen las listas del placer ajeno. Pero Genet no es un catalogador de impudicias, y menos un desaforado especulador de lo prohibido, como lo fue Sade en algunos de sus relatos de prisión. "Me empeciné en el mal" por el erotismo, confiesa en el arranque de Diario del ladrón, añadiendo que su delincuencia no fue por rebeldía ni por resentimiento: "El crimen me enceló". Gran parte de Diario del ladrón transcurre en Barcelona, convertida, antes de que el turista menos aventurado acudiera a la ciudad para hacerse cruces ante sus gaudís, en el espacio mítico de un subterráneo gay que, con el tiempo, se iría desplazando por cárceles y puertos y ciudades de otros continentes, sin dejar nunca el escritor de sentirse atraído por "esa región de mí mismo que he llamado España".
Genet insiste en que su empeño es "rehabilitar a los seres, los objetos, los sentimientos con reputación de viles", y para alcanzarlo no le importa caer en la truculencia o la porquería, tratada en alguna ocasión con humor, como en los capítulos protagonizados por los piojos de Diario del ladrón. Pero la empresa narrativa de Genet adquiere grandeza por un heroísmo de la palabra, que hizo de él uno de los más influyentes escritores de su lengua. La suntuosidad carnal de su prosa y el rescate de una sonoridad que apela a la "belleza de las épocas muertas o moribundas" (Racine y Baudelaire resuenan en todo momento) se advierten de modo notorio en Milagro de la rosa, para mí la más lograda de sus novelas biográficas. En ella destacan, dentro de la galería de los ídolos masculinos genetianos, la recurrente figura del atrabiliario Harcamone, la boda gay (antes de que el concepto entrara en las legislaturas) de los cabezas rapadas, y un episodio de deslumbrante poder lírico, el milagro del título, que, a partir de la página 357, describe la entrada en el cuerpo del amado y el viaje físico y soñado por su interior, con una cadencia de fuertes imágenes sensuales que el autor condensa cuando, a punto de acabar el libro, afirma que "el beso es la forma de la primitiva ansia de morder, e incluso de devorar".
Y ningún otro escritor de su rango ha elaborado la obsesión sexual con tanta incandescencia y tan cruda inocencia. A veces, el pormenor de sus fijaciones con los hombres a los que desea puede producir en el lector, sobre todo si no comparte esos gustos amatorios, la hartura que producen las listas del placer ajeno. Pero Genet no es un catalogador de impudicias, y menos un desaforado especulador de lo prohibido, como lo fue Sade en algunos de sus relatos de prisión. "Me empeciné en el mal" por el erotismo, confiesa en el arranque de Diario del ladrón, añadiendo que su delincuencia no fue por rebeldía ni por resentimiento: "El crimen me enceló". Gran parte de Diario del ladrón transcurre en Barcelona, convertida, antes de que el turista menos aventurado acudiera a la ciudad para hacerse cruces ante sus gaudís, en el espacio mítico de un subterráneo gay que, con el tiempo, se iría desplazando por cárceles y puertos y ciudades de otros continentes, sin dejar nunca el escritor de sentirse atraído por "esa región de mí mismo que he llamado España".
Genet insiste en que su empeño es "rehabilitar a los seres, los objetos, los sentimientos con reputación de viles", y para alcanzarlo no le importa caer en la truculencia o la porquería, tratada en alguna ocasión con humor, como en los capítulos protagonizados por los piojos de Diario del ladrón. Pero la empresa narrativa de Genet adquiere grandeza por un heroísmo de la palabra, que hizo de él uno de los más influyentes escritores de su lengua. La suntuosidad carnal de su prosa y el rescate de una sonoridad que apela a la "belleza de las épocas muertas o moribundas" (Racine y Baudelaire resuenan en todo momento) se advierten de modo notorio en Milagro de la rosa, para mí la más lograda de sus novelas biográficas. En ella destacan, dentro de la galería de los ídolos masculinos genetianos, la recurrente figura del atrabiliario Harcamone, la boda gay (antes de que el concepto entrara en las legislaturas) de los cabezas rapadas, y un episodio de deslumbrante poder lírico, el milagro del título, que, a partir de la página 357, describe la entrada en el cuerpo del amado y el viaje físico y soñado por su interior, con una cadencia de fuertes imágenes sensuales que el autor condensa cuando, a punto de acabar el libro, afirma que "el beso es la forma de la primitiva ansia de morder, e incluso de devorar".
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