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lunes, 3 de agosto de 2009

Mujeres en el sur de Gomorra


El autor de la novela Gomorra, recientemente llevada al cine, revela las reglas y atrocidades que la mafia italiana impone a mujeres y hombres respecto al sexo, el deseo y el cortejo amoroso.



Ser mujer en tierra criminal es realmente muy complicado. Reglas complejas, ritos rigurosos, vínculos indisolubles. Una sintaxis inflexible y, a menudo, eternamente idéntica, reglamenta el comportamiento femenino en tierra de mafias; intentando mantenerse en precario equilibrio entre modernidad y tradición, entre cerrazón moralista e inmoralidad total cuando se trata de resolver cuestiones de negocios. Las mujeres pueden dar órdenes de muerte pero no pueden permitirse un amante o dejar a un hombre. Pueden decidir invertir en cualquier sector del mercado pero no pueden maquillarse cuando su hombre ha caído en la cárcel. Muy a menudo, durante los procesos judiciales, se ve a varias mujeres agolpadas en los espacios reservados al público mandándoles besos o simples saludos a los imputados que se encuentran detrás de las rejas. Son sus esposas, pero más bien parecen sus madres. Vestir de manera elegante, ponerse esmalte y maquillarse mientras el esposo está encerrado es una manera de decir que la mujer se arregla para gustarle a otros. Pintarse el cabello equivale a una silenciosa confesión de traición.


La mujer solamente existe en relación con el hombre. Sin él, es como un ser inanimado. Un ser a la mitad. Por esto, a todas ellas se les ve desarregladas y descuidadas cuando sus esposos están purgando una sentencia en la cárcel. Es testimonio de fidelidad. Esto es valedero para los clanes de tierra adentro en la región de Campania, para cierta ‘Ndrangheta y para algunas familias de la Cosa Nostra. Por el contrario, cuando se les ve bien vestidas, arregladas y maquilladas, entonces su hombre está cerca, está libre. Manda. Y mandando, refleja sobre su mujer su poder, lo transmite a través de su imagen. Y, sin embargo, las mujeres de los capos encarcelados, tan desaliñadas que casi logran hacerse invisibles, a menudo son las que, al tener que sustituir a su marido, más mandan.

Todas las historias de las mujeres en tierra criminal se asemejan, ya sea porque tienen un destino trágico o porque logran mantenerse en la normalidad. En general, marido y mujer se conocen cuando son adolescentes y celebran su matrimonio a los veinte, veinticinco años. Desposar a la muchacha que se conoce desde que era una muchachita es la regla, es condición fundamental, con tal de que sea virgen. Por el contrario, generalmente al hombre se le permite tener amantes, pero en los últimos años el vínculo que comparten estas mujeres es su condición de extranjeras: rusas, polacas, rumanas, moldavas. Mujeres, todas ellas, consideradas de segundo nivel, incapaces de construir una familia, y según ellos, de educar a los hijos como se debe. Mientras que tener una amante italiana, o peor aún, del mismo pueblo, sería desestabilizador, y un comportamiento vergonzoso. A través de la sexualidad pasa buena parte de la formación de un hombre y de una mujer en tierra de mafia. Nunca bajo una mujer es el imperativo con el que son educados.

Si mientras haces el amor decides estar abajo, también estás eligiendo someterte en la vida de todos los días. Hacerlo por puro placer te condenará, en su lógica, a someterte. Nunca sexo oral. Recibirlo es lícito, practicárselo a una mujer es cosa de perros. No debes ser perro de nadie. Viejo código al que todavía se acoge buena parte de las nuevas generaciones de afiliados. Y reglas incluso más rígidas también son valederas fuera de Italia. La Yardie, la poderosa mafia jamaiquina hegemónica en muchos barrios de Londres y de Nueva York, aparte de Kingston, es un ejemplo de esto. Prohibido practicar sexo oral y recibirlo, prohibido acariciar el ano de las mujeres y tener relaciones anales. Todo esto es considerado sucio, homosexual (los gay son condenados a muerte en la cultura mafiosa jamaiquina), ya que el sexo debe ser una práctica fuerte, masculina y, sobre todo, ordenada. Sin besos. La lengua sirve para beber, un verdadero hombre no la usa si no es para lograr ese objetivo.

Los afiliados a las cosche (núcleos de mafiosos) no sólo están obsesionados por su virilidad, sino en cómo poderla ejercer: hacerlo de acuerdo con la rígida aplicación de esos imperativos categóricos, deviene un rito con el que reconfirman su poder. Esas normas claras e inviolables valen en casi todos los pueblos de la ‘Ndrangheta, Camorra, Mafia y Sacra Corona Unita. Y son, viéndolo bien, algo más que el simple espejo de una cultura machista. Nada como ese código sexual, que acaso expresa cómo, en tierra de criminalidad, no puede existir ningún ámbito que se sustraiga a las férreas lógicas de pertenencia, jerarquía, poder y control territorial. Poder sobre la vida y la muerte, en el que la muerte natural o decidida es su fundamento. Y quien piense que se puede liberar de esto, se equivoca. El control de la sexualidad es fundamental. Incluso el cortejo amoroso significa marcar el territorio. Acercarse a una mujer significa correr el riesgo de invadir un territorio.

En 1994, Antonio Magliulo de Casal di Principe intentó cortejar a una muchacha emparentada con un hombre de los Casalesi y ya prometida en matrimonio con otro afiliado. Magliulo le hacía muchos regalos y, acaso intuyendo que la muchacha no era muy feliz ante la idea de casarse con su prometido, insistía. Estaba encaprichado con esta muchacha mucho más joven que él y la cortejaba como era costumbre en su pueblo. Chocolates Baci Perugina en San Valentín, un cuello de piel de zorro en Navidad, postegge, es decir, guardias afuera de su lugar de trabajo durante los días normales. Un día, en pleno verano, un grupo de afiliados del clan de Schiavone lo convocó para aclarar el asunto en la playa La Scogliera de Castelvolturno. Ni siquiera le dieron tiempo de hablar. Maurizio Lavoro, Giuseppe Cecoro y Guido Emilio le dieron un golpe en la cabeza con un palo con clavos, lo amarraron y comenzaron a meterle arena en la boca y en la nariz. Entre más abría la boca para respirar, más se atragantaba. Terminó ahogado por una pasta de arena y saliva que se le hizo dura en la garganta. Fue condenado a muerte porque cortejaba a una mujer más joven, prometida de un importante afiliado.

Cortejar, incluso tan sólo pedir una cita, pasar una noche juntos, es compromiso, riesgo, responsabilidad. Valentino Galati tenía diecinueve años cuando desapareció el 26 de diciembre de 2006 en Filadelfia, que no es la ciudad fundada por los cuáqueros norteamericanos, sino un pueblo en la provincia de Vibo Valentia, fundado por masones. Valentino era un muchacho cercano a la ‘Ndrina hegemónica. Tenía sangre ‘ndranghetista y, por lo tanto, se volvió ‘ndranghetista, trabajaba para el capo Rocco Anello. Cuando éste terminó en la cárcel por haber organizado un sistema de extorsiones muy difundido y minucioso (por un pequeño trayecto ferroviario, cada empresa que participaba en ella debía pagarle 50 mil euros por kilómetro), su esposa Angela siempre tuvo necesidad de que la ‘ndrina le echara una mano para poder salir adelante. Hacer las compras, limpiar la casa, llevar a los niños a la escuela. A Valentino le toca ser uno de los elegidos para efectuar estos trabajos. Así, lenta y casi naturalmente, nace una relación con Angela Bartucca. Castigarlo es indispensable y, cuando ya no se le ve andar por el pueblo, a nadie le asombra.

La mujer solamente existe en relación con el hombre. Sin él, es como un ser inanimado.


Condenado a muerte porque se ha liado con la esposa del capo. Solamente su madre, Anna, no quería creer el hecho. ¿Su hijo, amante de la esposa de un capo? Para ella esto es imposible: hace poco cumplió la mayoría de edad, todavía es un crío. Incluso admite que Angela iba con frecuencia a la casa a tomar café, y desde que su hijo desapareció, ya no se ha dejado ver. Pero para la madre de Valentino esto no quiere decir nada. “Mi hijo no tiene nada que ver con esta historia”. Insiste en creer que hay otros motivos, pero para la magistratura antimafia no es así. Durante mucho tiempo Anna se quedó a dormir en el sofá porque allí estaba el teléfono y esperaba una llamada de su hijo, ante el temor de que si se quedaba en la recámara no pudiese escuchar el timbre del aparato, como lo llaman en el sur. Así, al final, la madre de Valentino se encierra en el silencio de un dolor que respeta el silencio de la omertá, y sigue negando el hecho contra toda evidencia.

Ya le había tocado la misma suerte a Santo Panzarella de Lamerzia Terme, asesinado en julio de 2002. Santo se había enamorado de Angela Bartucca cuatro años antes. Otra vez ella. Le vaciaron un cargador entero. Seguros de que lo habían asesinado, lo metieron en la cajuela del automóvil. Pero Santo Panzarella no estaba muerto. Le daba de patadas a la cajuela. Así que le destrozaron los miembros inferiores para que ya no siguiera tratando de impedir con sus patadas su último viaje; finalmente, le dispararon en la cabeza. De su cuerpo sólo se pudo encontrar la clavícula; la cual, sin embargo, fue suficiente para que se emprendieran las investigaciones. También él fue condenado a muerte por haberse atrevido a acariciar a la mujer equivocada. Por lo tanto, acaso Valentino sabía muy bien que estaba arriesgando su pellejo, pero no le importó y siguió adelante en una relación con esa mujer prohibida.

Uno se imagina que Angela Bartucca es una especie de mujer fatal, una mantis religiosa como a menudo la han llamado los periódicos; capaz, con su seducción, de que los hombres le resten importancia al miedo ante la muerte. Pero en realidad, cuando uno la ve, no parece ser como lo quiere la leyenda. En las fotografías se ve el rostro de una muchachita bonita, cuya principal culpa era las ganas de vivir. Un esposo en la cárcel, para las mujeres de la mafia, significa abstinencia total, de afectos y de pasión. Solamente los capos maduros, si están casados con mujeres más jóvenes y son condenados a penas muy pesadas, permiten que sus mujeres puedan tener algunos maridos sustitutos. Casi siempre se prefiere al cura del pueblo cuando está disponible, o un hermano, un primo, pero de cualquier modo, un pariente. Pero jamás un afiliado que no tenga nexos de sangre con el capo, que gozando de la relación con la mujer pueda asumir, de alguna manera, de reflejo, el carisma del capo y sustituirlo.

Muchas mujeres visten de negro, incluso las más jóvenes, y casi perennemente. Luto por un esposo asesinado. Luto por un hijo. Luto porque ha sido asesinado un hermano, un sobrino, un vecino. Luto porque ha sido asesinado el esposo de una compañera del trabajo, luto porque ha sido asesinado el hijo de un pariente lejano. Y así, siempre existe un motivo para llevar vestido negro. Y bajo el vestido negro, siempre se lleva una prenda roja. Las señoras de mayor edad llevan una camiseta roja, para recordar la sangre que se tiene que vengar; las jóvenes llevan una prenda íntima roja. Un recuerdo perenne de la sangre que el dolor no puede olvidar; es más, el negro enciende todavía más el color terriblemente íntimo de la venganza.

Ser viuda en tierra criminal significa perder casi totalmente la identidad de mujer y ser solamente madre. Si te quedas viuda, solamente te puedes volver a casar si obtienes el consentimiento de tus hijos varones. Y solamente si te vuelves a casar con un hombre del mismo grado que el padre (o superior) en el interior de las jerarquías mafiosas. Pero, sobre todo, sólo después de siete años de abstinencia sexual y observación rigurosa del luto. Porque los años de la viudez deben corresponder al tiempo que, según las creencias campesinas, su espíritu logra alcanzar el Más Allá. Así se esperaba que el espíritu llegase al otro mundo, porque si todavía estaba en éste, podría ver a su esposa traicionarlo con otro. Antonio Bardellino, capo carismático de San Cipriano d’Aversa, trataba de liberar a las viudas de estas reglas medievales y de este perenne dolor impuesto. En el pueblo, muchos recuerdan que hasta que él mandó, don Antonio decía: “Se necesitan siete años para alcanzar el paraíso, nosotros vamos a otro lugar. Y ese lugar se alcanza rápido, int’ a na’nuttata”.

Pero cuando Bardellino quedó fuera, llegó la hegemonía de los Schiavone, y regresaron las viejas reglas sexuales. En agosto de 1993, Paola Stroffolino fue descubierta con un amante. Ella, esposa de un capo muy importante, Alberto Beneduce, de los primeros en importar cocaína y heroína directamente en las costas del Casertano. Después que Beneduce fue asesinado, ella no respetó los siete años de viudez y empezó una relación con Luigi Griffo. El clan decidió que una actitud de este tipo era irrespetuosa hacia el viejo capo. Así que, para ejecutar el castigo eligieron a su querido amigo, Dario De Simona, que invitó a la pareja a una masía de Villa Literno, con el pretexto de darles a probar las primeras mozzarelle del verano. Un solo golpe en la cabeza para el hombre y otro para la mujer. No más para dos infames que habían insultado la memoria y el honor del muerto. Luego, ayudado por Vincenzo Zagaria y Sebastiano Panaro, el hombre que había mostrado su lealtad asesinando, arrojó los cuerpos al fondo de un pozo muy profundo en Giugliano.

Sandokán, es decir, Francesco Schiavone, y su hermano fueron acusados como los autores intelectuales del homicidio. La viuda de un capo es intocable, pero si se ensucia con otro hombre pierde el estatus de inviolabilidad. Los arrepentidos que buscaban superar la incredulidad de los jueces, le dieron una respuesta que también es una síntesis excepcional: “Lic., es que aquí, coger es peor que matar. Qué mejor si matas a la mujer de un capo, a lo mejor puedes ser perdonado, pero si coges, seguro ya estás muerto”. Amar, decidir hacer el amor, besar, regalar algo, sonreírle a alguien, acariciar una mano, tratar de seducir a una mujer, ser seducido por una mujer, pueden ser gestos fatales. El más peligroso. El último. Donde todo es ley terrible, los sentimientos y las pasiones, que no conocen reglas, condenan a muerte.



Traducción de María Teresa Meneses
Texto tomado de La Repubblica, domingo 28 de junio de 2009.

Roberto Saviano

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