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lunes, 23 de noviembre de 2009

Cioran acerca de uno de mis autores preferidos, Gabriel Marcel


Retrato de un filósofo


La gran suerte de Gabriel Marcel es no haber sido profesor en cualquier facultad, no haber tenido que «pensar» a una hora fija. No debería institucionalizarse lo esencial: la universidad es el espíritu de luto. La filosofía se enseña en el ágora, en un jardín o en casa. Es esta última fórmula la que ha adoptado G. Marcel, dado que concuerda con su temperamento y con la alta idea que se hace de lo espontáneo, de lo imprevisto en la discusión. Desde hace muchos años, reúne en su casa a jóvenes con los que aborda de manera totalmente libre cualquier tema; el más vulgar en apariencia puede ser causa o pretexto de un cambio de ideas. G. Marcel procura hacer hablar al mayor número de personas posible, y lo que intenta siempre es comprender las razones de su interlocutor. La mayoría de las veces es él quien propone un tema, del que hace una breve exposición, la cual puede ser ya perfectamente una toma de posición, un esbozo de actitud. Inmediatamente después pide una respuesta, provoca la contradicción. A decir verdad, la provoca no sólo en filosofía sino en todo. Me atrevería a decir que la objeción es su pan cotidiano: no podría prescindir de ella, la necesita para vivir, para actuar. El autor del Diario metafísico, obra en la que el monólogo es de rigor, es en la vida un apasionado del diálogo, un enemigo de todo pensamiento que se instaura y reina altivo, solemne, autoritario. G. Marcel es lo contrario de un maestro, no decreta, se somete a las sorpresas de su propio pensamiento y respeta, por ello mismo, todas las que puedan surgir de sus interlocutores. Ser maestro es imponer un género rígido, envarado, es adoptar una forma de superioridad para la cual, afortunadamente, él no tiene ningún talento. Le repugna contenerse, vigilarse constantemente; prefiere estallar, y lo logra sin esfuerzo. La indignación es su estado natural, cotidiano, su manera de reaccionar frente a toda forma de injusticia. Situado en los antípodas del sabio estoico, como de toda forma de invulnerabilidad grave, ostentada, puede ser temible en los momentos en que la estupidez o la arrogancia le exasperan. Nunca olvidaré su intervención en un salón parisino abarrotado donde se hablaba de una organización caritativa que invocaba al cristianismo alejándose al mismo tiempo de él en ciertos puntos. A un cura que se encontraba allí se le pidió que se pronunciara. Lo hizo, pero con un tono desagradable y casi sombrío, poniendo en guardia a los fieles que se hallaban presentes contra toda complicidad con un movimiento sospechoso de herejía. Ni siquiera se dignó mencionar como excusa la caridad, lo más importante para los miembros de dicho movimiento. G. Marcel tomó la palabra inmediatamente después, y con su respuesta, de una violencia y una claridad inusitadas, pulverizó al pobre cura, quien de repente se encontró solo en la asamblea. Fue ese día cuando comprendí que en un Parlamento un filósofo tan inflamable no hubiese aceptado el papel de simple observador y hubiese hecho incluso una carrera brillante; por no decir tempestuosa.

Habiendo conocido a lo largo de mi vida a algunos filósofos y a bastantes escritores, he observado que sólo les interesan las personas en la medida en que ven en ellas a admiradores, discípulos o simplemente aduladores, dado que todo autor se halla obsesionado por su obra hasta la obnubilación y que no cesa, en ninguna circunstancia, de aludir a ella. «¿Conoce usted este o aquel libro mío?», es la pregunta que con más frecuencia se oye en París entre esos miserables. Hecha por un novelista, puede ser aún soportable; pero, cuando es un filósofo quien la hace, deja por completo de serlo, y yo debo decir que prácticamente nunca se la he oído a G. Marcel.
Atraído por la existencia de los demás, él se interesa por el ser de cada uno, por lo que de único e irremplazable hay en la criatura, por la dimensión metafísica del yo. Es el conocimiento por la bondad. Sin embargo, G. Marcel es a la vez mordaz y bueno. Paradoja notable cuando se sabe que mordacidad y bondad raramente se dan juntas. La bondad, en general, es propia de la gente plácida, seria, lenta. En G. Marcel, por el contrario, posee la rapidez de un reflejo, quiero decir que nunca le he visto reflexionar cuando había que hacer el bien, intervenir, molestarse, correr, preocuparse para ayudar. El está siempre dispuesto a escuchar al primero que llegue y que se encuentre en un aprieto, en un atolladero, y que busque una salida; ha sacrificado una cantidad increíble de tiempo en una tarea que exige cualidades de confesor y de diplomático.

La pasión por la conversación, por la comunicación, es totalmente natural en un autor o un crítico dramático. G. Marcel es las dos cosas a la vez. Su gusto por el diálogo le ha hecho escribir obras de teatro y su gusto por la reflexión le ha llevado a meditar sobre los espectáculos. Yo he visto con él un gran número de ellos, algunos excelentes, otros discutibles; otros francamente execrables, de una indigencia desoladora. Pero, por muy pobres y exasperantes que fuesen, a él siempre le interesaban, en primer lugar porque debía comentarlos y en segundo porque en cada caso quería descubrir el defecto intrínseco responsable de la insuficiencia o de la nulidad de la obra. Nunca he dejado de maravillarme y a veces de pasmarme de que un espíritu tan sutil aceptase examinar productos tan mediocres, que emplease los recursos de su inteligencia en ejercicios aparentemente tan vanos. Y digo aparentemente porque no hay que olvidar que el teatro no es para él una diversión sino una experiencia (Erlebnis sería aquí el término ideal). En cuanto el telón se levanta, G. Marcel se convierte en otra persona: experimenta una curiosidad cercana a la exaltación que va apagándose a medida que la inevitable decepción aparece. Pero la curiosidad, si no la exaltación, sobrevive al desencanto. Con la esperanza de que propusiera que nos fuéramos en el primer entreacto, recuerdo haberle dado a entender en múltiples ocasiones que la ilusión no era ya posible, que la obra era tan mala que ni siquiera Dios podría salvarla. Pero su conciencia profesional triunfaba siempre sobre mi sugerencia o mis insinuaciones. Y soportábamos la tortura hasta el final. En el momento de separamos, nunca olvidaba decirme lo mucho que lamentaba haberme invitado a un espectáculo semejante. A decir verdad, nunca tuve el sentimiento de haber perdido el tiempo, puesto que un espectáculo totalmente malogrado, al eliminar de entrada toda posibilidad de emoción o simplemente de interés, deja el espíritu totalmente libre y le permite reflexionar, divagar útilmente.
Si, por regla general, G. Marcel desconfía del teatro de vanguardia, es porque la mayoría de las obras del género rechazan la claridad, la proscriben incluso. Son representaciones en las que el defecto de construcción, de arquitectura es preconizado, y en las que el interés crece en la medida en que el sentido desaparece, se vuelve impenetrable. La mixticación es siempre posible y a veces incluso exigida. El espectador, si quiere divertirse, debe aceptar el papel de cómplice, al cual G. Marcel nunca ha deseado prestarse. Tres espectáculos de esa índole, que ordinariamente le sacan de sus casillas, suele decir con un tono exasperado: «¡Quiero comprender, quiero que se me explique!». La mayoría de las veces no hay nada que explicar, puesto que lo incomprensible es, en esa clase de teatro, obligatorio. Pero eso él estaría dispuesto a admitirlo únicamente si no existiese la posibilidad de la trampa y la impostura.
La motivación profunda de su apego al teatro, tan extraño en un metafísico, creo discernirla en un temor que siempre ha sentido vivamente: el temor a la soledad, que parece inconcebible en un filósofo tal y como nos lo imaginamos generalmente, sumido en su sistema y aislado del mundo. Pero G. Marcel es todo lo contrario: tiene una inmensa necesidad de contacto humano, no puede prescindir de cierto clima de afección, de todo lo que una presencia humana puede tener de cautivador. Para soportar alegremente la soledad, hay que saber despreciar u odiar a los hombres, hay sobre todo que ignorar el culto a la amistad llevado hasta el drama. Es preciso también cultivar cierto cinismo. Hace veinte años que conozco a G. Marcel y como somos prácticamente vecinos hemos tenido ocasión de vernos con frecuencia. Pues bien, jamás le he oído decir algo cínico, a pesar de que es fácilmente sarcástico.

Por su espíritu combativo, a G. Marcel le gusta, tanto en la vida como en el pensamiento, la dificultad. El universo es para él una fuente de interrogaciones que aborda, por poner un ejemplo contemporáneo, de manera diferente un Heidegger. Cuando éste se encuentra con una dificultad, forja de ordinario una palabra que la disimula y le permite eludirla; o, si no, recurre al procedimiento más discutible que existe: se precipita sobre la etimología, de la que se sirve de manera brillante pero abusiva, pues juega con las palabras, las modifica en el sentido que le conviene, las explota con habilidad, con astucia. Tan excepcional acrobacia produce fácilmente la ilusión de la profundidad.
El método de G. Marcel, según aparece en sus libros y sus conversaciones, en su pensamiento natural, es completamente diferente. Su preocupación primordial es definir el sentido de las palabras. Pero no se trata de una definición que permite triunfar sobre una dificultad o eludirla de manera astuta, sino de una definición provisional, que poco a poco va tomando consistencia pero que no se fija nunca. Al final de una conversación puede ser tan problemática como al principio. La gravedad del problema persiste, no ha sido disminuida por la discusión. Ante una situación concreta, es muy frecuente que G. Marcel, tras considerarla de diversas maneras, diga que en el fondo él no puede pronunciarse, que no ve qué juicio podría emitir. Esta confesión de perplejidad, natural cuando se trata de un problema metafísico, en general lo es menos cuando se aborda una interrogación más o menos práctica. Sin embargo, dicha perplejidad no es sino el reflejo en lo inmediato, en lo cotidiano, de la probidad intelectual, ese camino complejo entre la seguridad y la duda, ese escrúpulo permanente del espíritu en desacuerdo consigo mismo. Se ha acusado a G. Marcel de variabilidad y se ha citado alguna situación sobre la que ha cambiado de opinión. La palabra oportunismo no debe en absoluto acudir a la mente. Se trata en él de un cambio tras una reflexión o, si se quiere, de las contradicciones interiores de un espíritu abierto, siempre inclinado a comprender el punto de vista del interlocutor y hasta de adversario, y que, tanto por razones especulativas como por razones morales, está dispuesto a hacer concesiones, si le parecen legítimas. Con frecuencia me he preguntado cómo, con una forma de espíritu como la suya, ha logrado no sucumbir a la duda obstinada, devastadora, próxima al naufragio espiritual. Creo que su resistencia al escepticismo puede explicarse así: el escéptico plantea un problema por el placer de plantearlo y de denunciarlo luego, de desarticularlo, de revelar su inanidad; exulta ante lo insoluble o se abisma en ello, ebrio en su callejón sin salida. El escepticismo, en su forma extrema, implica necesariamente un elemento mórbido. G. Marcel experimenta, como el escéptico, eso que podríamos llamar la voluptuosidad del problema, pero con el correctivo de que en él, contrariamente al aficionado a la duda, todo posee un cimiento interior, sin lo cual su destino hubiera sido el desasosiego. Si su inteligencia convierte todo en problema, el fondo de su ser, por el contrario, exige el misterio, y ese misterio, en lugar de sumergirle en la incertidumbre y el tormento, ha salvado tanto su vida como su pensamiento. Si Rilke es uno de sus poetas preferidos, ello no es por simple azar. Imaginemos una forma de pensamiento en la que éste, desplegándose sin tregua, suscitaría indefinidamente una interrogación tras otra sin encontrar ningún obstáculo, ninguna pausa. Una barrera es necesaria, so pena de vacilación. Los Sonetos a Orfeo podrían significar ese límite. Un límite... infinito.

«Todos hemos conocido momentos en los que hemos sido tentados por la idea de plantear el absurdo universal», escribía G. Marcel en 1943. Puede decirse que el sentido profundo de su obra y de su vida es el rechazo de esa tentación, la más terrible de todas, pues es el fruto de nuestros estados negativos, de nuestras fatigas, de todas las lagunas de nuestro ser. Implica además un lado mórbido que le confiere un encanto peligroso, irresistible. El hombre posee una inclinación natural hacia el Ser; de ahí que le resulte fácil buscar y encontrar un sentido a todo. Imagínese esa inclinación desviada, pervertida o simplemente debilitada: lo que antes tenía sentido deja de tenerlo, y ese deslizamiento funesto no hará más que acentuarse hasta acabar en una disyunción total entre existencia y significado, sin posibilidad de que coincidan de nuevo. G. Marcel, sin la fe y sin esa necesidad que ha sentido siempre de poseer y de crearse pasiones y convicciones, quizá no hubiera logrado evitar la experiencia duradera, obsesiva, de la ausencia de sentido de todo, y ello tanto más cuanto que el nihilismo no es en absoluto una posición paradójica o monstruosa, sino la conclusión normal a la que llega todo aquel que haya perdido el contacto íntimo con el misterio, ese sinónimo púdico de lo absoluto.
Entre las respuestas que nuestro filósofo dio al cuestionario de Proust, hay dos que me han llamado particularmente la atención. A la pregunta de cuál era su ocupación preferida, respondió: «Escribir y escuchar música»; a «¿Qué desearía ser?», la respuesta fue: «Compositor de música totalmente consagrado a ese arte». En otro lugar ha escrito que la música ha sido uno de los «componentes originales» de su ser y, añadiría yo, el encuentro capital de su vida, en el plano espiritual al menos.
Con frecuencia hemos escuchado música juntos, de Monteverdi a Fauré pasando por los grandes rusos, y he podido observar que ella le proyectaba a otra zona del ser, le elevaba a un nivel al cual la filosofía sólo se alza cuando, tras haber entrevisto algún extremo, recurre a los puntos suspensivos... Proust, a quien hay que citar siempre que se trate de experiencias reveladoras, pensaba que si el hombre no hubiese poseído el don de la palabra, la música habría sido el único modo de comunicación entre las almas. Eso es más o menos lo que afirmaba G. Marcel cuando, evocando sus improvisaciones al piano, confesaba que gracias a ellas accedía a lo más íntimo de sí mismo, al lugar donde «todo sucede realmente como si la frontera entre los vivos y los muertos se borrase, como si se penetrase en un universo en el que esa oposición usual, por así decirlo, se aboliese radicalmente».
Si G. Marcel no ha dejado nunca de estimar a Schopenhauer, filósofo tan injustamente relegado a causa de Hegel (quien, divinizando la historia, ha acaparado toda la atención), es, entre otras razones, porque el filósofo de El mundo como voluntad y como representación ha conferido a la música un estatuto verdaderamente extraordinario. ¡Qué pálida resulta a su lado la filosofía! La humillación de ser filósofo es la herida secreta de G. Marcel. Y es verdad que, a quien ama la música por encima de todo, no le consolará ser otra cosa que músico. Un filósofo que ha visto de cerca lo inefable está expuesto al tormento de no ser ni músico, ni poeta ni místico. ¡La filosofía como callejón sin salida! Pero no todos los filósofos, por fortuna para ellos, se elevan a ese vértigo. Los que se aproximan a él introducen en la filosofía un desgarramiento que la rehabilita y humaniza.

Pocas veces he visto a G. Marcel quejarse o preocuparse por su salud. Ni siquiera cuando hace unos años sufrió una seria operación; sólo hablaba de ella de pasada, como si se tratase de un simple suceso desagradable. Tanto antes como después de pasar por el quirófano, dirigía la conversación hacia otros temas, pero no para darse valor, sino porque el egoísmo de los enfermos le horroriza. En cuanto al valor, en su caso puede hablarse de temeridad. A los setenta y seis años emprendió una gira de conferencias por Estados Unidos y Japón. Casi cada día daba una, seguida de discusiones y recepciones. Todos sus amigos consideraron imprudente el viaje y, en efecto, lo fue pues le fatigó seriamente. Su vista se resintió. Pocos días antes de partir tuvo el presentimiento de que no volvería, pero la víspera venció la angustia y se lanzó sin vacilar a realizar la proeza. Volvió bastante desmoralizado, aunque no por mucho tiempo, pues reanudó enseguida sus actividades y aceptó más compromisos, es decir, más viajes.
Su semi ascetismo es el secreto de su vitalidad. Ni alcohol ni tabaco, esa doble esclavitud del intelectual. Con su nerviosismo explosivo es dudoso que, de haber utilizado venenos disfrazados de estimulantes, hubiese podido conservar su equilibrio. Otra de sus cualidades es la sobriedad. Los franceses están obsesionados por la comida, comer es para ellos una ceremonia y casi un vicio. G. Marcel no padece esa idolatría de la cocina, y en ese aspecto no es francés. Pero quizás exagero, pues recuerdo que un día estuvo completamente de acuerdo conmigo cuando le dije que no volvería a cenar en casa de Madame X, pues me recordaba a la Brinvilliers, la célebre envenenadora.
El hecho de haber acumulado los años no tiene, por así decirlo, importancia cuando la memoria y la curiosidad siguen siendo prodigiosas. En 1968, a la vuelta de una marcha a pie que yo había hecho por el admirable valle del Celé, como había olvidado ya el nombre de buena parte de sus pueblos, G. Marcel me los citó todos, a pesar de que desde 1943 no había vuelto por allí. En otra ocasión, a propósito del círculo de Bloomsbury, le hablaba de la Autobiografía de Bertrand Russel que él no había leído (dado que no le agrada especialmente el personaje, como tampoco el positivismo lógico o cualquier otro positivismo) cuando, en un momento dado, mi memoria me jugó una de sus malas pasadas habituales y me puse a buscar el apellido de Ottolino... G. Marcel añadió inmediatamente: Morrell. Podría citar un número considerable de ejemplos que demuestran la energía de su memoria. Ella explica su fidelidad a los seres y también a los lugares. El infiel es alguien que no recuerda o que recuerda mal. Se podría ir mucho más lejos y considerar que la memoria es la condición misma de la vida moral.
Por lo que a la curiosidad respecta, si G. Marcel permanece a su edad tan abierto al mundo como siempre lo ha estado es gracias a ella. A pesar de los inevitables problemas de salud propios de su edad, en ningún momento da la impresión de lasitud, quiero decir de consentimiento a la lasitud, que es la señal patente de la vejez. Estoy seguro de que no siente esa «dificultad de ser» de la que se quejaba Fontenelle, de que no puede sentirla, dado que se halla inmerso en la corriente de la vida, en la actualidad en el sentido noble de la palabra. La curiosidad, nunca se recordará lo suficiente, es el signo de que se está vivo y bien vivo, la curiosidad realza y enriquece constantemente este mundo, busca en él lo que en el fondo ella misma no cesa de proyectar, la curiosidad es la modalidad intelectual del deseo. De ahí que su ausencia a no ser que desemboque en el nirvana sea un síntoma alarmante. En ciertas regiones de América Latina, se suele anunciar un fallecimiento diciendo que Fulano se ha vuelto indiferente. Este eufemismo de defunción oculta una filosofía profunda.
Royer Collard decía a Vigny, cuya obra desconocía: «A mi edad ya no se lee, se relee». Otro rasgo del vigor intelectual de G. Marcel es que lee mucho más que relee. El último libro político o la última novela le interesan. Con su propensión al entusiasmo, se apasiona rápidamente por una obra. A medida que avanza en su lectura, no tiene más remedio que desencantarse, y lo hace siempre dando sus razones. Durante más de treinta años dirigió una colección de novelas extranjeras. Hazaña sin precedentes en un filósofo, sobre todo cuando se sabe lo que vale la mayoría de las novelas. Un día, sin embargo, un suspiro le traicionó: «Es una de las pocas novelas que he podido leer sin esfuerzo hasta el final», me dijo a propósito de una. Porque, en realidad, la filosofía es compatible con muchas cosas en teoría, pero con muy pocas en la práctica. La filosofía es intolerante a causa de su excesiva propensión a juzgar y a arrogarse una posición privilegiada. G. Marcel ha luchado contra esa perpetua usurpación de la que la filosofía es culpable.

Si tuviera que definir su actitud ante la vida, el sentimiento fundamental que ésta le inspira, hablaría de su anti budismo radical. Esta fórmula me parece bastante clara, pero puede ser más inteligible aún con un ejemplo. Hace algunos años, escribí en la Nouvelle Revue Française un texto titulado «Paleontología», fruto de una visita accidental al Museo de Historia Natural. En él expresaba una inclinación particular hacia los esqueletos y una especie de horror desesperado ante el carácter perecedero e ilusorio de la carne. Mi posición estaba próxima de la de un Swift, un Buda y un Baudelaire una mezcolanza, como puede verse, de ascos y obsesiones macabras. A G. Marcel ese texto le indignó, y me dijo que él se hallaba exactamente en los antípodas de esa visión, que no podía admitir que se tratara así a la carne, equiparándola a la nada. Un ser como él, que no experimenta dificultad alguna en imaginar la inmortalidad, no puede tener horror a la vida, puesto que si se apega a la idea de permanencia, de eternidad, es justamente para volver a encontrar esta vida, bajo una forma depurada, por supuesto. Si G. Marcel ha meditado tanto sobre la muerte, ha sido para trascenderla, para hallar un principio que la supere, para elevarse por encima de ella. Para él, la muerte no puede ser un término, puesto que tanto por instinto como por afectividad se niega a concebir que sea un obstáculo a la unión de los seres más allá del tiempo. Morir es para él triunfar sobre la muerte, es volver a encontrar a quienes se ha amado. La idea de fidelidad se halla de nuevo en el centro de esta visión, visión que rechaza lo irreparable, que no admite que pueda uno resignarse a él sin carecer de sensibilidad. Aceptar la muerte definitiva equivaldría para G. Marcel a una manifestación de egoísmo, a un acto de abandono y de traición.
Pascal hablaba de la alegría de encontrar a un hombre donde creía estar leyendo a un autor. Esa alegría añadiría yo, es aún mayor cuando el autor es un filósofo.
1970

1 comentario:

  1. Tienes los datos bibliográficos del original en francés?
    Saludos! :)

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